NYC-TIJUANA

NYC-TIJUANA
Una aventura literaria de La Cretina Comèdia


Situémonos. La acción transcurre en la inmensidad de la América profunda. Es un viaje en coche desde NYC a Tijuana. En el coche vamos dos, tres o cuatro, (poco importa) con el objetivo de que en el mes que dure el viaje cada uno escriba un libro con las viejas gasolineras y bares de carretera como puntos de desarrollo de la trama. Los topicazos también son buenas excusas para montar un viaje. Han pasado casi tres semanas. La experiencia nos enriquece y la convivencia se erosiona tanto como un aparato digestivo al que habremos castigado a base hamburguesas, huevos fritos, patatas, donuts y "bud", piedras angulares de toda dieta nutritiva.

Anochece y, perdidos en una vía rural, no encontramos señal alguna que nos indique la salida que nos conduzca a, por ejemplo, Wichita. Pararemos en una estación de servicio con bar. Stephanie, la camarera, sigue lamentándose de no haber podido nunca salir de ese pueblucho de mierda mientras nos atiende. Steph, ex reina del baile del instituto, conserva huellas pretéritas de un esplendoroso físico (como imagen mental, evoquen a Ellen Barkin o Annette Benning). Nos aconseja la tarta de cerezas, que no aguantemos la mirada a los patibularios rostros que ocupan el resto de mesas y que, si queremos, encontraremos un motel, que regenta un amigo suyo, a una veintena de kilómetros. El motel está ocupado por una colonia de imitadores de Elvis en ruta, a cuyo séquito nos añadiremos cuando amanezca hasta que nos guien a una carretera con señales de vida moderna. No hay habitaciones pero al decir que venimos de parte de Steph el gerente (¿su ex novio? ¿un amor platónico?) nos preparará una improvisada habitación en un cobertizo annexo, no muy lejos de una piscina cubierta de una hojarasca muerta tan tupida que impide la visión del agua, que sólo se intuye por el ligero oleaje de las hojas cuando cambia de dirección la brisa. Aquí tenéis toallas limpias, los baños son comunitarios y en el parking hay una máquina de refrescos.

Hasta las dos de la madrugada se escucha el bullicio de la juerga de los admiradores de Elvis. Nuestra partida de cartas termina coincidiendo con la retirada de los nostálgicos tupés a sus cuarteles. Silencio absoluto. Las luces de neón de la entrada del motel se cuelan por la ventana del cobertizo con una intermitencia de cinco segundos. Cada vez que eso sucede, ilumina toda la estancia, y nos damos cuenta de que ninguno de nosotros logra pegar ojo.

De repente, escuchamos como un peso muerto que cae sobre la piscina. Uno de los nuestros sale. Su temblorosa linterna no detecta nada raro. Sería una ardilla, tranquiliza al resto. Aquí no hay ardillas. Pues sal tu y averígualo, no te jode. De nuevo el silencio, sólo interrumpido por nuestras dos, tres o cuatro (poco importa) cadencias respiratorias.

Una silueta, cada vez más grande, se recorta sobre las luces de neón...

- ¿Qué coño es eso? (en voz baja)

- Stephani que viene a chupártela, te apuesto diez dólares y media botella de ron.

- Os queréis callar, joder.

- Es que nadie va a mover un dedo?

- El cementerio de los héroes es dos calles más abajo, genio. Con un poco de suerte es un palurdo con una escopeta de dos cañones. Por lo menos dos de nosotros tendrán una oportunidad. Eso es más de los que tienen muchos.

Un trueno de cristales trizados y es como si la luz de neón explotara en un vuelo de insectos en llamas. El Elvis más gordo de la convención se precipita en el cuarto, con la mano izquierda trata de tapar una herida de bala en el abdomen de la que mana una sangre abundante y negra que se le escurre entre los dedos. El hijo de puta pestañea para habituarse a la penumbra Uno, dos, tres, cuatro cuerpos se arrojan mezclados, torpes, con el calor fétido del sueño en el aliento, a la moqueta. Elvis lleva un revólver de matar elefantes y apunta alternativamente a derecha e izquierda.

- ¡¡Stephani!! Grita el tipo.

La primera estampida arranca media puerta de armario. Dos disparos más a ciegas.

- ¡¡Stephani!! Tres, cuatro.

- Sólo le quedan dos balas en el tambor.

- De puta madre, siempre quise morir al lado de un genio de las matemáticas.

Tres, cuatro cuerpos pegados al piso. La nariz hundida en la moqueta, todos los músculos tensos, unas ganas locas de salir corriendo y una invalidez súbita e inapelable, un olor áspero como de desierto, como de asiento trasero de camioneta Ford, como de calcetines de Bob Jr que esa tarde no está paleando heno, como de canción de Don McLean y quítate las bragas, vale, pero como se lo cuentes a mi hermano, a mi qué coño tú hermano, estás tan guapo cuando te enfadas, como a mañana de domingo, como a dos hijos, como a trabajo en la ferretería y alguna reyerta triste, pero es buen chico Bob Jr, oh, sí es buen chico y ella lo quiere, como a cadáver encontrado una noche de noviembre con toda la lluvia al otro lado y un billete de tren en la americana, bien doblada, oculta tras una butaca. Otra bala en el techo, una, una sola en el tambor.

- Sería la hostia como me tocara a mí, piensan uno o cuatro tipos.

El siguiente sonido sordo no es un disparo. Elvis ha caido de bruces.

Aún pasan unos minutos antes de que nadie se atreva a moverse. No se encienden las luces, por no atraer más visitas. No tenemos nada que ofrecerles y sería una grave desconsideración. Así que toca registrar la ropa del fulano: tres dólares en monedas, una licencia de conducir del estado de Texas, un pañuelo de mujer bordado y una pequeña llave como de consigna con el número 654.

- Deberíamos quedarnos el revólver. No estoy dispuesto a que me canten Love me Tender mientras me mandan al infierno.

-También la llave.

Resolvemos no dejarle al gerente más propina que esos ciento veinte quilos de carne con lentejuelas que yacen en un charco de sangre. Si se la raciona bien puede pasar el invierno. Si hace hamburguesas puede ahorrarse unos buenos dólares sin traicionar la divisa: 100% vacuno americano. ¿También su carne tendrá las vetas de grasa amarillas?

Amanece con desgana y vemos que el motel está en medio de la nada más perfecta. Millas y millas de desierto a penas salpicado de hierba seca y delimitadas por una cadena montañosa que parece no tener fin. Un anillo con temblor de espejismo que parece moverse como una serpiente.

Salimos muy despacio de la habitación y esperamos en la puerta, sin saber exactamente qué. El silencio, la posibilidad de que estén todos muertos. La opción más plausible de que cinco disparos en la noche no son una novedad reseñable en ese lugar.

Al bajar las escaleras de hierro oxidado del motel encontramos que el coche está impecablemente desvalijado. Un trabajo de profesionales, de tal precisión, amor y celo que sólo podría ser obra de un jesuita o un borracho. No quedan ni las ruedas.

Cuatro sombras se abrasan de calor por la carretera polvorienta con sus maletas al hombro. El bulto del revólver late como un corazón enfermo. De pronto, a nuestra espalda, una nube de humo auncia la llegada de un camión...

La esperanza. La salvación. La huida de un inmenso páramo desértico en el que no hay nada salvo arena y un sol que quema el cerebro.

- Es un espejismo.

Nada de eso. El que para junto a nosotros es un camión enorme y muy sucio, que escupe polvo y música country de pésima calidad. Estamos muy cerca de Texas y comienzan a repetirse de manera inquietante algunos símbolos harto deprimentes. Sobre el cristal, sobreimpresionado en letras blancas, rojas y azules, un nombre: Dixie. Y para completar la poco alentadora decoración del camión observamos cómo a ambos lados de la cabina lucen, pintadas, sendas banderas confederales. No hay duda. Nos va a recoger un auténtico redneck.

El camionero saca la cabeza por la ventana. Rubio, con el pelo corto, debe tener alrededor de cuarenta años, no parece haberse afeitado en tres días y el sudor empapa su camiseta.

- Me da la impresión de que estáis perdidos - suelta una fuerte risotada - ¿Queréis que os lleve?

¿Puede tener alguien reticencias al autostop cuando está abandonado en medio de la nada? Ninguna. Además, Estados Unidos es el país del "súbete, que te llevo". El árido mantel que tantas veces recorrió de costa a costa Jack Kerouack y, tras él, miles de jovenzuelos ávidos de vivir experiencias al límite, como el propio Bob Dylan, cuyas cintas se pudren en nuestro desvalijado coche de alquiler. Ésta resulta, pues, una inmejorable ocasión para adentrarnos en otro de los tópicos que envuelven a la cultura norteamericana, mientras compartimos estancia y conversación con un digno representante de la América Profunda.

Una vez sentados en la amplia cabina del camión, sobre unos más que desgastados asientos, comprobamos cómo la decoración desde fuera tenía su complemento en el interior. El transportista ("Me llamo Alvin y llevo un cargamento de patatas, cebollas y maíz a Fort Worth") masca tabaco -a sus pies se sitúa el inevitable tarro de deshechos- y lleva pegado, en la trasera, un cartel de la campaña Bush/Cheney 2004. Del remolque nos llega un hedor irrespirable, que huele como a carroña.

- Un amigo mío tiene una gasolinera no lejos de aquí. Desde allí podréis llegar sin problemas a Tulsa, que es la ciudad más importante de esta zona. Habéis tenido suerte de que os pescara. Por aquí sólo hay buitres y cactus.

El viaje se prolonga por espacio de dos horas. Ciento veinte minutos en los que le contamos al tal Alvin nuestros planes y experiencias hasta el momento (obviando, claro está, el desagradable incidente con el doble de Elvis y poniendo énfasis en la belleza de Steph). El camionero no deja de asentir sin apartar la mirada del polvoriento horizonte más que para dar más volumen a la radio.

Por fin llegamos a la planicie que acoge la gasolinera del amigo de Alvin, otro típico escenario estadounidense ante nuestros ojos: Pete's Gas Farm, con cuatro tanques, un enorme cartel de Texaco, un antiguo letrero luminoso y, de nuevo, una bandera confederal. De este monumento a la cultura del vehículo en América sale un hombre corpulento, de barba dura, vestido con un peto vaquero.

Mientras Alvin relata a Pete nuestra historia, el encargado de la gasolinera esboza una sonrisa y nos mira de arriba a abajo. Luego nos invita, en un inglés seco y parco, a entrar en su choza. Se pierde detrás de una cortina para, al cabo de unos segundos, salir con cuatro vasos y una botella.

- Es un licor casero que preparamos en mi familia desde hace varias generaciones - musita - Algo fuerte pero delicioso. Os gustará.

Tomamos los vasos y bebemos el mejunje helado, de color verdoso. Al poco, sentimos cómo las piernas nos bailan.

¡Ploff!

Hemos caído al suelo. La negrura se cierne sobre nuestros cuerpos. El más bajo de nosotros acierta, antes de caer, a palpar el arma, con las empuñaduras nacaradas, que el aprendiz de Elvis no se llevó consigo al otro barrio.

La misma voz seca que hemos escuchado hace un instante vuelve a sonar en la sala. Nítida, sólo acompañada por el sonido de la respiración de cuatro cuerpos inconscientes.

- Hagámos cálculos. ¿Cuántos hígados dijo Roger que necesitaba?
Los 60 kilos de Brian regresan de su viaje de alucinógenos con la conciencia intacta y un infernal dolor de cabeza. -Puto brebaje local, piensa. Tal vez sea de noche.
Que algo no va bien lo sabe desde que los reflejos de neón comenzaron a bailar sobre su cabeza en aquel motel; lo que no comprende del todo es qué cojones hace en la sucia trastienda de una gasolinera de la ruta 44 con las manos atadas a la espalda y sus tres amigos de Berkeley durmiendo como angelitos a su lado.
-Me sacáis 20 kilos y esa mierda era igual de dura para todos. Despertad, cabrones, susurra.
La poca saliva y una presencia le impiden hacerse oír. Alguien aguarda en el umbral de la puerta una respuesta al teléfono:
-Sí, Roger, soy yo. Tengo cuatro pollos listos para tu barbacoa.
-…
-No, todavía están frescos. Son jóvenes y parecen fuertes.
-…
-¿Y qué hago con el otro?
-…
-Gracias. De acuerdo, pasa a recogerlos cuando quieras.
Era el encargado de la gasolinera, Pete, su gorra de New Holland y su presencia peligrosa. Si había alguna duda de que la droga en la bebida no era una broma, esa conversación y un recuerdo borroso sobre hígados no iban a devolverle la esperanza. El revólver no está lejos, sigue en el bolsillo derecho, pero esa distancia, en su situación, es todo un mundo.
Pete desciende pesado y sonriente los doce escalones de madera que separan la estación de servicio de su trastienda. El cabrón parece disfrutar. Brian, resuelto, trata de mantener el tipo con la palabra, lo único que le queda:
-¿Qué cojones está pasando aquí?
-Ey, preciosa, buenas noches. ¿Has dormido bien?
-No juegues, cabrón, ¿qué quieres de nosotros?
-Tranquilo, muchacho, -responde bajando hasta su altura y dándole una bofetada cariñosa-. Un amigo quiere ofreceros un trabajito y la copa os ha sentado muy mal, eso es todo. Ya os dije que las bebidas son muy fuertes por aquí.
(Por aquí, piensa Brian, es un puto estercolero de carretera, camino de Tulsa, lo que es lo mismo que decir entre el olvido y ninguna parte; un nido de palurdos donde es delito abrir una botella de soda sin un ingeniero delante; a 174 kilómetros de la civilización, si podemos considerar Oklahoma City como la puta civilización; y a un abismo de 1.100 millas del campus de Berkeley, de donde nunca tendrían que haber salido para seguir los pasos de Kerouac y a donde deberían volver algún día para meterle a Mr Chapman, el profesor de lengua, sus putas sugerencias literarias por el culo.)
-Está bien, Pete, désatame entonces para que pueda preparar la entrevista de trabajo (que es la forma más sutil que encuentra Brian de decir: dame una oportunidad para descargarte el revólver en la jodida sesera.)
-Todo a su debido tiempo, preciosa.
Las licencias lingüísticas comienzan a molestarle. Una niñería, en todo caso, comparado con el puñetazo en la sien que le deja KO.
Tras otra eternidad de negrura, Brian regresa a su dolor de cabeza. La trama se complica. A su derecha, tres bolsas oscuras aguardan alineadas su carga, como las de forense, como las que los Steakhouse de la ruta exhiben orgullosos para intimidar por la contundencia de su vacuno; ni rastro de Billy, Bob y Truman en la estancia. Y Brian no sabe si compadecerlos o alegrarse por ellos. En una lata de grasa puede verse a sí mismo reflejado, completamente inmovilizado, inclinado sobre una mesa y con una bola roja en la boca. Pete se acerca por detrás…
-¿Tienes alguna preferencia?, dice el gasolinero, tras retirarle la bola.
-Hijo de perra.
-Tranquilo, preciosa. Nos haremos amigos.
-Cuéntame qué cojones es eso de los hígados, la barbacoa de Roger y las bolsas de cadáver. No creo que un paleto como tú dirija una red de tráfico de órganos y Juárez todavía queda lejos.
-Tengo amigos con negocios especiales.
Brian intenta ganar tiempo, pero la resaca y los golpes no son buenos estimulantes. A falta de una mano libre para tirar de pistola, busca algo con que distraerlo. La decoración de la trastienda tampoco deja lugar a la imaginación: una espada de general confederado, recortes de prensa con las hazañas de Timothy Mc Veigh y, oh sorpresa, el póster de El nacimiento de una nación, con un miembro del KKK luciendo antorcha.
Sin ideas, sin creerlo, Brian se rinde, resignado a ser sodomizado por un cateto en el culo del mundo, mientras algún salvaje mutila a sus tres amigos no muy lejos.
De repente, El rey del rock resucita y el pobre Brian adivina en un rincón una foto de grupo: son seguidores de Elvis y lo que brilla en el fondo son los neones del Strip de Las Vegas. Justo debajo, sobre el minibar, una caja de seguridad espera aburrida a que alguien la abra. Su número… 654.
(-Última mano, señores, hagan sus apuestas. Todo o nada..., piensa Brian.)
-Eh capullo, sé quién mató a tu colega el gordo anoche en el motel. Si te guardas la polla, te lo cuento; y si me dices dónde están mis amigos, abro esa caja.
Brian espera la reacción del gasolinero, ensayando su cara más macarra. Pete saca de su bolsillo la llave de la caja 654 y la hace saltar ostentosamente en su manaza, con una pérfida sonrisa. Se le hundió el farol. Le acude un pensamiento fugaz. Nunca las chicas del instituto lo elegían a él. Ni siquiera su impetuosa verborrea o su talento con la letra impresa obraron milagros en Berkeley. ¿Por qué él?
— Tengo grandes planes para ti, muñeca. Ha ha ha ha ha.
El cristal de la claraboya del sotano no es ópaco, pero el polvo impide discernir de quién es la cabeza que Brian intuye detrás, pegada al vidrio. "Tal vez un voyeur local, piensa, no hay que perder el humor". La claraboya estalla en mil pedazos, como la cabeza de Pete. Sus sesos sin neuronas impactan en el rostro de Brian, que apenas puede escupir con los ojos cerrados. Grita. Lo invade el horror o la alegría. O ambos. Siente una ráfaga de aire seco en el rostro. Alguien hace gemir los escalones de madera. "Botas de cowboy, sin duda", elucubra. Entreabre los ojos, a pesar del escozor que ya siente.

— ¡¡¡Steph!!!
Ella le limpia los ojos con las manos, como quien pasa el trapo a la mesa de un bar de gasolinera, cerca de Wichita. No la recordaba tan radiante. Toma asiento. El cuerpo de Pete yace a tres metros de donde estaba la última vez, sin nada sobre los hombros.

— ¿Pero qué haces? —protesta—. Desátame. Mis amigos corren peligro
— ¿Y la llave?
— ¿Qué… qué llave? La llave… —mira alrededor, Pete tiene el puño cerrado—. La tiene él, la tenía en la mano cuando…
Steph se la quita al fiambre y se vuelve a sentar. Saca del bolsillo de atrás de su ceñido tejano un moleskine que Brian reconoce de inmediato.
— Olvidaste ésto en el cobertizo.
Lo abre por la última página escrita. El trazo delata nocturnidad e intermitencias de neón. Comienza a leer.
“Todos han desnudado a Steph con la mirada, durante la cena…"
— No, no es mío… —interrumpe—. Es… de Truman.
Ella lo mira enternecida por su sonrojo.
— Pone tu nombre y dirección en la primera página, tontín.
Vuelta a empezar. Brian mira al suelo, como un colegial.
“Todos han desnudado a Steph con la mirada durante la cena y se han dedicado a soñar despiertos con sus pechos, su boca, su culo. Yo estaba molesto y ausente. Malditos. De nada ha servido que intentara cambiar de tema. Monográfico Steph. Sin embargo, sus ojos, su mirada, su voz… se han venido conmigo a este cobertizo en medio de la nada. Lo enviaría todo a paseo si algún día una mujer como ella se fijara en mí. Una casita con jardín en New Jersey, unos niños alborotando y despertar cada mañana con el olor de sus tortitas. Pero a mí nunca me sucederá nada así”.
Steph guarda silencio y lo mira. Él por fin alza la vista. Sonríen como dos niños traviesos. Ella mira a su alrededor. Ni un miserable trapo. Se quita las botas de cowboy, los pantalones y las bragas. Se vuelve a poner las botas y los tejanos. Se le acerca y le limpia concienzudamente toda la cara con las bragas. Él arde en deseo. Ella lo besa. Un largo beso.
— Me gustaste desde el principio.
Después lo desata. Él la abraza. Se siente un canijo entre sus brazos. Se oye llegar un camión. Steph se separa, abre la caja 654 y la vacía en su bolso, a toda prisa. Fajos de billetes grandes. Tal vez 200 o 300. Toma la recortada.

— ¡Vamos! Tengo grandes planes para ti, muñeco.
Brian se guarda las bragas en el bolsillo y sube tras ella.
El Saab descapotable reluce al sol como un coche fúnebre. Steph salta sobre la puerta y cae con gracia en el asiento, como si lo hiciera todos los días de su vida. En la parte de atrás un gato siamés de color ceniza parece implorar que le maten allí mismo. Demasiado pelo para tanto sol.
- No tiene nombre. Estaba en la habitación de los Elvises, me dio pena y lo cogí. Quizá lo suelte luego en el desierto.
- No me parece que tenga muchas oportunidades de sobrevivir aquí.
- Me la suda. Demasiada suerte ha tenido de que lo rescatase de ese infierno de habitación.
- ¿Y a dónde vamos? ¿Sabes dónde están mis amigos? ¿Qué cojones está pasando?
- Me encanta tu acento, tan sofisticado, tan yanki. Pero deja de hacer preguntas y dedícate a meterme mano durante el camino. Tenemos mucha carretera por delante y será mejor mantenernos entretenidos.
Rocas esculpidas en medio de la nada, cactuses y tierra, una luz abrasadora. Y Brian acaricia la entrepierna de Steph mientras Dolly Parton le canta a las virtudes de una vida cristiana. El gato dormita al lado de la bolsa llena de dinero. Tras horas de viaje llegan a lo más parecido a una ciudad que Brian ha visto en varios días. Springfield, a pocos kilómetros de la frontera con Nuevo Méjico. Pasan junto a una central nuclear abandonada y a pocos kilómetros ven el cartel de “Joe the Butcher”. Frente a ellos, una nave industrial pequeña de aspecto desalentador con una gran chimenea y una hilera de camiones en el aparcamiento. Camiones como el que dejaron atrás en aquella gasolinera.
-Bien, bienvenido al infierno. Es muy probable que tus amigos estén aquí. Vivos o muertos, no lo sé. Tengo acceso al recinto, pertenece al cabronazo de mi marido. Si ha salido a celebrar la captura, llevará varias horas borracho y todavía no se habrá encargado de ellos. Dios quiera que así sea.
Brian siente que se le descompone el estómago por momentos, está a punto de vomitar. Pero se contiene.
Entran en la nave y lo que parece una cadena de montaje del asesinato en serie les da la bienvenida. Sierras, ganchos para desangrar el ganado, cuchillos afilados de tamaños increíbles... Todo limpio, aunque las manchas de sangre del suelo se resisten a salir. El sol del atardecer se filtra por las ventanas, dándole a todo un aspecto de siniestra escena del crimen, a lo C.S.I, pero en cutre. Cruzan la sala y Steph se apresura a abrir una trampilla estratégicamente camuflada bajo una alfombra apestosa. Se oyen gemidos desde lo lejos y Steph y Brian respiran aliviados. Los tres amigos están atados a unas sillas con cinta aislante; en la boca, tres cebollas embutidas con más cinta. Los charcos de pis del suelo emanan un hedor difícil de ignorar. El proceso de liberación es bastante rápido.
-Me cago en la puta, Brian, pensaba que la palmábamos aquí.
-Ese gordo cabrón nos ha puesto los huevos de corbata. ¡Nos quiere quitar los putos hígados, el muy soplapollas!
-¿Qué hace aquí la camarera buenorra?
-Soy la mujer del gordo cabrón. Y como conocedora de sus costumbres, os recomiendo que nos larguemos de aquí antes de que llegue y nos cuelgue a todos de un gancho.
Suben los cinco en el coche. Truman saca al gato de la jaula y lo coloca en su regazo.
-No cabemos todos con esta jaula por aquí.
-Vale, venga, a tomar por culo, tírala y vámonos ya —dice Steph arrancando.
-No tan rápido, muñeca —Una mole de sebo surge de la nada empuñando una recortada por el lateral del coche—. De aquí no se mueve ni Dios.
A lo que Truman responde lanzándole el gato a la cara.
-Puto carnicero, ¿te gustan los mininos?
Las garras del animal se aferran a las carrilleras de Joe mientras este aúlla intentando quitárselo de encima. Cuánta más fuerza hace, más incisivas son las uñas del animal. Steph sale pasando por encima del pie de Joe y el coche se aleja dejando atrás una estela de polvo y gritos de alivio.
Los acontecimientos vuelven a su cauce. La línea del horizonte, con su prolongado atardecer, ofrece un sin fin de posibilidades.
Brian, al volante, se interroga sobre los misterios que envuelven la figura de Steph, sin dejar de mirar sus muslos apretados bajo los tejanos ya rasgados por el uso. Ella, como siempre, se deja hacer, con una sonrisa desganada aprendida casi a la fuerza, son muchos años detrás de la barra de una cafetería, se dice.
Poco antes, Brian había accedido a sus más húmedas intimidades, pero ¿qué persigue Steph?, ¿cuáles son sus auténticas intenciones?, mejor será no pensar, de hecho, si Steph le pidiese abandonar a Truman, Jason y Steve a su suerte, no dudaría escoger ese futuro prometido de noches fogosas, desayunos tranquilos con el periódico en mano, nenes respondones y un adosado con piscina. The american life, the american dream.
Pero algo le hace abandonar el curso de sus divagaciones, y ese "algo" no es más que la dura realidad.
Truman incordia desde el asiento trasero, reclamando su dosis de protagonismo, justo en el momento en el que a sus olfatos llega el hedor ya familiar a fritanga.
- O paramos a llenar el estómago, o a esa vaca de ahí le aplasto la cabeza y me hago un par de hamburguesas.
Cierto, a lo lejos el Moon river parpadea con sus neones verde-violetas, confundiéndose con las primeras estrellas de la noche. Solapados el frenazo del descapotable sobre la grava con el cri-cri-cri de las chicharras, nuestros protagonistas cruzan la puerta, todos salvo Brian, que prefiere contemplar unos segundos la sugestiva imagen del desierto. Justo en ese momento, alguien le toca en el hombro, y nota un golpe ligero que reclama su atención...Aunque Brian, ya acostumbrado a este tipo de sobresaltos nocturnos, se limita a lanzar una mirada despectiva al desconocido.
Deduce que se trata de un oriundo de las tierras del sur del río Bravo: oculta bajo un amplio poncho de mil colores una más que visible ausencia de brazo, que Brian, casi con morbo, no puede dejar de mirar. El extraño ríe bobaliconamente con un deje siniestro, mientras restriega viciosamente un cubo metálico contra su pierna derecha (o izquierda, qué más da). Tras unos cuantos segundos de desconcierto, el mejicanito sentencia:
- Cuidado, gringo, esa muchacha es el mismo diablo.
Brian, sorprendido, se vuelve para mirar hacia el interior del Moon, donde Steph lanza insinuaciones a sus compañeros de viaje, confirmando en cierta forma la advertencia del desconocido, que se larga antes de que Brian pueda articular palabra: ha desaparecido sin dejar rastro.
Brian, Jason, Steve y Truman piden unas hamburguesas con queso, perritos calientes con grandes cantidades de ketchup, tarta de arándanos y café con leche, aún humeantes. Al lado de tan "majestuoso" banquete descansan más de una docena de cascos de cerveza, vacíos. Steph no prueba bocado, se limita a fumar unos cuantos cigarrillos Laramie, más pendiente del exterior que de sus colegas. Parece nerviosa y Brian se percata. ¿Qué se trae entre manos?
En el apenas medio minuto que separa el Moon river del descapotable, Stpeh, más sugerente que nunca, no deja de restregarse contra el paquete de Brian, mientras los demás les miran más con lujuria que con envidia. Ella, con tonito, replica:
- No esperaréis que me arrime a vosotros, con esas manazas pringosas...desde que os vi en mi motel lleváis las mismas pintas, y en todo el viaje no os he visto ni enguajaros la boca, cerdos.
Acto seguido, los tres, buscando hacer méritos, se avalanzan sobre el mugriento cuarto de baño, y Steph, continuando con su plan perfectamente calculado, arranca a Brian las llaves del descapotable de la mano, y le espeta:
- ¡Sube, muñeco, yo conduzco!
Él no lo duda ni un instante: o sus amigotes y cuatros risas tras cuatro cervezas, o noches de sexo desenfrenado hasta el fin de los tiempos...
Parecen desandar el camino. Brian no quiere hacer preguntas y Steph no tiene ganas de dar explicaciones, porque igualmente va a dar con lo que busca, como si llevase un GPS insertado en el cráneo.
Allí, en medio de la nada, está Pussycat (anteriormente conocido como "gato siamés", a secas. Steph le puso nombre propio para darse un homenaje a sí misma, ya que ese fue su apodo en tiempos de instituto, una época en la que, para ella, el sexo tenía toda su razón de ser. Se ganó el mote con mucho esfuerzo y sacrificio). Tiene las pupilas dilatadas y su sedoso pelaje está ensangrentado, confirmando que Joe ya es un fiambre.
Pussycat se acomoda en la entrepierna de Brian, mientras de su boca brota una espuma blanquecina, una pequeña muestra de su gran tesoro interior: un cargamento de coca que Steph debe entregar a sus contactos en Goddard, al oeste de Wichita.
Así, emulan a Belmondo y Seberg, sin pensar que quizá también ellos se dirigen Al final de la escapada...
...pero, qué estaba pasando?, se preguntaba Brian, superado por todos los acontecimientos, lo que empezó como un juego, recordemos, el inicio era escribir un libro, averiguar la capacidad de soportarse entre ellos en un viaje, que sí, podría tener aventura, era eso lo que se pretendía, pero había sido demasiado: imitadores de Elvis tiroteados, toma de posesión de un revólver, jamás ninguno lo hubiese sospechado, sus hígados en venta, una bolsa cargada de dinero, coca......y Steph, le atormentaba la advertencia del mejicano, le atormentaba pensar, porqué a él?, quizá de los cuatro, era el que más débil se había mostrado ante ella, por eso ella no dudó, por eso le eligió, sabía que él la seguiría hasta el fín del mundo, sin preguntar, completamente entregado a cualquier propuesta, por peligrosa que fuese, en definitiva se habían desviado tanto del camino, como del objetivo...
Truman, Jason y Steve, dormían, quizá soñaban con Steph, Brian volvía la vista atrás, contemplándolos, como podían dormir?, él llevaba unas cuantas noches sin hacerlo, también lanzaba miradas a la rubia jamonera que conducía, ella le respondía con una caricia en la entrepierna, tenemos algo pendiente, muñeco, le recordaba..

Tras varios kilómetros, Steph decide parar, un bar de carretera, con camiones, más camiones, se habían convertido en un símbolo no muy seguro para nuestros protagonistas, Steph se dirige al teléfono que hay junto a los mugrientos aseos, los chicos, bajan del coche algo más despreocupados que Brian por la presencia de los monstruos de la carretera, se dirigen al bar y aprovechan para tomar alguna que otra cerveza y piropear a las camareras, quizá alguno podría tener la misma suerte que Brian....

Brian se dirige a los aseos, Steph no se ha percatado de su presencia y allí tras el muro de hormigón escucha sus planes: "Como coño quieres que llegue en ese tiempo?.. el gato?... claro que lo llevo!... ya lo sé, sé que son testigos!, pero qué querías que hiciese?, yo sola no hubiese podido ni salir de detrás de la barra.....", tras colgar el teléfono Steph entra en los aseos, le incomoda la presencia de Brian, tal vez la escuchó hablar, disimula, le sonríe haciéndole cómplice, le coge del cuello y de un empujón lo mete en uno de los compartimentos, allí de pie le quita la camisa, lo besa, acaricia su sexo con urgencia, él no puede más, se desata y la empuja contra la pared, comiéndosela a besos, desnudándola, recorriendo con su lengua cada centímetro de su piel......

Tras recoger al resto de la manada, continúan su viaje, ajenos a todo lo sucedido, los chicos se acomodan en el asiento trasero, nadie pregunta nada, nadie dice nada.

Por el retrovisor, Brian cree identificar la cabina y al tipo que conduce el camión que va tras ellos, casi con certeza, piensa en voz alta..es él!, Steph no hace preguntas, sabe de quien se trata, pero no muestra excesiva preocupación, ni sorpresa, sólo pisa a fondo el acelerador y un chirriar de ruedas cierra e inicia, una nueva aventura...
-  ¿Qué coño hace esta tía? ¿Qué…? ¡Joder Brian podrías pensar de una puta vez con algo que no fuera la polla!
- ¿Yo? –Brian se gira hacia la parte trasera del coche no sólo para dirigirse a Truman sino para confirmar que el conductor del camión que les sigue es un viejo conocido- ¡Te la habrías follado tú si no me hubiera preferido a mí así que no me jodas Truman! ¡Ni tú ni nadie porque TODOS estabais deseando meterle el rabo entre las piernas!
-¡Callad JODER! –grita Steph sin dejar de mirar hacia atrás, el camión está demasiado cerca.
El volantazo les pilla de improviso. Steph ha abandonado la carretera y el descapotable circula con dificultad a través del desierto levantando una molesta polvareda que se les mete en los ojos, en la nariz, en la boca, y les hace toser y maldecir este inesperado cambio de rumbo.
- Sé que no va a seguirnos, en una hora debe entregar algo más importante que vosotros.
Correcto, el camión se ha detenido donde el asfalto se convierte en tierra mientras Truman, Jason y Steve gritan creyéndose a salvo. Brian no las tiene todas consigo: no han perdido los hígados, pero viajan en un descapotable con un gato lleno de cocaína y una desconocida al volante a la que ya no sabe qué papel asignar en esta película. En el asiento trasero se habla de parar, Steph sigue conduciendo en línea recta, Brian espera una explicación, algo.
-¿Qué haremos ahora?
Por respuesta Steph acelera.
- Abre al gato.
- ¿Qué? –Brian espera no haber oído lo que cree que Steph le dice.
- He dicho que abras al puto gato.
Acaban las alegrías en el asiento de atrás. Todos han escuchado bien. Vale que el gato lleva largo rato muerto sobre el regazo de Truman, pero una cosa es llevar un gato muerto encima (repleto de cocaína, sí) y otra muy diferente abrirlo en canal.
- No tío, yo no puedo, hazlo tú.
- ¿Yo? Joder, no puedo, que lo abra ella.
El todavía caliente cadáver de Pussycat pasa de mano en mano, Steph empieza a impacientarse.
- Mierda de niñatos, toma – saca del bolsillo una Leatherman que entrega a Brian- y ni se te ocurra manchar la tapicería. Quiero una puta raya AHORA.
Llegados a este punto lo de menos será destripar un gato para empolvarse la nariz, piensa Brian. Después de todo a él también le apetece. ¿De qué preocuparse? ¿Quién dice que esto no es una novela de Kerouac?
- Joder Brian ¡esta no es una de tus putas novelas de Kerouac! –Jason tenía que abrir la boca, el bueno de Jason no podía seguir callado hasta la vuelta a casa, tenía que recordarles a todos que esto es la vida real. Sí, esto es la vida y es mejor que cualquier cosa que hayas podido leer.
- Jason tío esto es mejor que cualquiera de mis novelas de Kerouac, ¿no te das cuenta? Joder tíos ¿os habéis parado a pensarlo? ¡Cassady estaría orgulloso de nosotros!
Un excitado Brian abre limpiamente a Pussycat y extrae de su interior una sanguinolenta bolsa con el mejor de los polvos dentro. “El mejor después del que Steph y yo echaremos cuando todo esto acabe”, piensa, mientras levanta el preciado paquete gritando y arroja los restos del siamés al desierto. Jason mira atrás, dos buitres ya devoran la carne del felino.
Brian se apresura a buscar en la guantera algo sobre lo que pintar esa puta raya que reclama Steph con urgencia y la superficie perfecta resulta ser una caja dedicada a los MC5.
KICK OUT THE JAMS, MOTHERFUCKERS. No podría haber salido mejor. Traza de manera torpe cinco paralelas gruesas como el meñique ante la sorpresa de Steph.
- ¿Dónde vas pequeño? Esta no es la mierda a la que estáis acostumbrados, esto es C-O-C-A-Í-N-A con todas las letras –y dice COCAÍNA marcando bien cada sílaba y abriendo mucho los ojos-. Yo de ti las haría más pequeñas si no queréis salir volando.
Brian la mira, ¿qué se cree esta tía? A él nadie le va a decir a estas alturas cómo hacerlo. Acumula inexperiencia pero no quiere que ella se dé cuenta, por eso enrolla la tarjeta de la estación de servicio donde se conocieron que sus manos de camarera le tienden y aspira ávido la primera de las rayas.
- Joder.
Y Steph esnifa con la habilidad que dan los años, sin bajar la velocidad, antes de pasar las tres rayas restantes al asiento trasero.
El familiar picor en la nariz, el familiar sabor amargo en la garganta: la mejor de las drogas, lo supo desde aquella primera vez cuando aún era una niña aunque ya usara sujetador. Los hombres siempre acabarán dejándote, te manosearán las tetas unos días y luego se irán a por otras. Ella no te va a fallar nunca. Puedes sobrevivir mientras tengas billetes o un coño con que pagarla.
Conducen desierto a través. Son jóvenes y aún adoran a aquel que dijo que la carretera es la vida. De acuerdo, aquí no hay carretera, no hay una carretera trazada en asfalto sino un árido desierto, pero no hay que tomar la ficción al pie de la letra.
Pronto será de noche. Pronto será de noche y lo único que tienen es un montón de cocaína.
-¿Vamos a parar? ¿O piensas seguir conduciendo hasta agotar el depósito?
Steph sabe que Brian tiene razón, deberían parar. Todos están cansados y de momento nadie les sigue.
- Vamos a parar.
Anochece y hace frío. Encienden fuego pero no hay nada que comer. Tampoco tienen hambre. Deberían preguntar, preguntarle a ella de qué va todo esto. Joder, Jason tiene razón y esto no es una novela beat, pero todos están demasiado cansados como para pedir explicaciones. El cielo del desierto americano tiene muchas estrellas y a Brian le gustaría conocerlas para poder enseñarle constelaciones a Steph, pero ¿a quién quiere engañar? Nunca antes se había parado a mirar hacia arriba.
Steph también piensa en Brian aunque desde que bajaron del coche y se sentaron alrededor del fuego no haya abierto la boca. Piensa en él porque de no estar delante sus amigos le arrancaría la ropa y le haría el amor deprisa, lo violaría sin darle tiempo a pensar, sin importarle que se le ensangrentaran las rodillas rozando las piedras. Piensa todo eso y más porque sabe que lo realmente importante vendrá después de que su polla escupa el chorrito que los hace felices. Piensa en el después porque después siempre la dejan. No ama a Brian, claro que no. Aquí nadie habla de amar. Esto es la vida real amigos, y aquí no hay amor. Steph se ha enamorado de la posibilidad de una vida diferente, nada más. Sabe que si logran salir de ésta no le espera servir cafés el resto de su existencia. Piensa todo eso sin atreverse a decirlo y Brian la abraza y la besa despacio.
- ¿No tarda Truman demasiado?
Cierto, hace veinte minutos que Truman se alejó para evacuar tranquilo tras unos arbustos. Gritan, pero nadie responde.
(...)
 

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